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Fragmento de “Breviario de un Viejo corredor” de Lluís Alabern

Thoreau, en su tratado Caminar (1861), comenta: “A medida que el hombre envejece aumenta su disposición para la inmovilidad y las ocupaciones caseras. El corredor de caminos anciano rompe con ese postulado tan humano, vuelve al estado salvaje que lo obliga a estar siempre alerta, siempre moviéndose. Se adentra en el camino que no conoce para llegar al lugar desconocido. Cuando quiero relajarme, busco el bosque más oscuro, o el pantano que, a ojos de mis conciudadanos, resulta más impenetrable y lúgubre. Camino por allí como por un lugar sagrado; un sanctasanctórum. Allí está la fuerza, la médula de la naturaleza, concluye Thoreau. Trotar adentrándose en el bosque pone en funcionamiento los resortes de la atención. Nos conecta de nuevo con la naturaleza. Solo si dibujamos sin rumbo, solo si nos adentramos en un paseo invernal, la densa vegetación de lo desconocido, el dibujo nos llevará a un nuevo sitio.”

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Nenúfares

de Marta Orriols

Nenúfares

de Marta Orriols

La asociación es fácil en medio de los estanques de nenúfares: rodearse de belleza para encubrir todo aquello que no va bien. Exponer una experiencia inmediata de la naturaleza cuando la verdad coge la textura trémula de una convulsión. Quizá soy yo, me digo. Quizá son estos días de canícula y la amenaza común desde múltiples frentes que voy normalizando, quizá es que en este rincón del mundo y en este punto del día y del calendario, alejada de la estrechez de la rutina y las limitaciones de las circunstancias, la belleza se dobla bajo un peso excesivo. Lo pienso clavando la vista en los estambres escandalosos de los nenúfares blancos, recordando inevitablemente la serie de nenúfares pintados por Monet a partir de 1914. Mientras él plantaba el caballete delante de un estanque en el jardín de su casa y se disponía a pintar la exuberancia de los nenúfares, la Primera Guerra Mundial estallaba a su alrededor. Un mundo de paz dentro de un mundo de guerra. El deseo irrenunciable de querer estar en cualquier otro lado cuando la realidad deviene temible y agotadora y que este otro lugar sea casa.
Cabe decir, a título personal, que siempre me ha parecido que la belleza de los nenúfares, los de Monet y los de verdad, esconde algo cruel, que contiene una especie de indiferencia hacia todos aquellos que no conseguimos la luminosidad absoluta que irradian estas ninfas flotantes. Mis ojos los interpretan, desde pequeña, como una especie de coreografía sincronizada, como si fuesen bailarinas acuáticas, haciendo círculos y figuras moviendo las piernas y los brazos con movimientos estilizados y seguros. A las bailarinas acuáticas y a los nenúfares de todas partes les envidio la fuerza, la resistencia y la flexibilidad. Les envidio esta belleza innata. Parece que existen para la perfección y para ser admirados, como el amor cuando todavía no es más que un deseo. Tenía que salir el amor, claro. ¿Cómo se evita, el amor? ¿Cómo se huye de él? Me enorgullezco a menudo de pensar que mis sentimientos son genuinos, pero solo hace falta que baje los peldaños de la escalera, con el sonido mínimo del arroyo de fondo, tope de cara con nenúfares y de pronto tome conciencia de que no es para nada auténtico esto que me sucede.
A estas alturas, yo ya tendría que tener claro el relato de mi vida, pero aún estoy ahí mismo, en ese cruce de caminos. Nadie dijo que sería fácil. Y es que en cualquier relato edificante que nos explicamos a nosotros mismos, incluso en uno mirado con perspectiva, el amor juega un papel importante. De él solo sé algunas cosas; él, de mí, aún unas cosas menos. Domesticar el deseo con estas medidas mínimas, solo con la decoración que mostramos públicamente los dos en esta nueva forma de relacionarnos, parece bastante fácil. Por ahora somos dos nenúfares que rozan la perfección flotando en aguas bajas, presumiendo de la mejor versión que nos podemos ofrecer el uno a la otra. El problema vendrá cuando, a medida que el tiempo nos acerque, que el tiempo exija saber más de mí, más de ti, se disparen las preguntas que nos harán descender a los dos hacia las profundidades, hasta ese punto en el que las raíces, frágiles y largas, se enredan con el pasado de cada uno. Allá abajo tendremos que batallar con colonias de anfibios que están ahí desde siempre, criaturas sabias que saben camuflarse y saltar lejos cuando quieren estar solas.
Intento quitarle hierro y me digo que, al fin y al cabo, el amor no lo es todo en la vida de alguien, pero una voz se afana en recordarme que quizá lo será en la vida de otro. ¿Lo veis? Empiezas mirando unos nenúfares edulcorados de tanta belleza y acabas perdiendo el control de tu destino.

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Jardines de Joan Brossa

de Marta Orriols

Jardines de Joan Brossa

de Marta Orriols

Hay sentimientos que no quedan escritos en ningún lugar, que, mientras se forman, crean una ilusión parecida a la de construir castillos en el aire. No pasa siempre, no pasa en cualquier sitio. Pero pasa aquí y ahora. Pasa en medio del silencio y la distancia reposada. Puede que sea solo una ilusión generada por las vistas de la gran ciudad de fondo que se convierte en un zumbido que contiene el nervio de las horas punta o el recogimiento previo a la noche oscura, pero, en cualquier caso, las vistas parecen pertenecer a otra realidad y no a la de este momento efímero de intimidad. Escribe Olivia Laing en La ciudad solitaria: “Empecé a darme cuenta de que la soledad era un territorio muy poblado: una ciudad por derecho propio”. Paseo entre esculturas que no son más que el recuerdo de lo que había sido antes este lugar, punto de ocio que aún se respira con pequeñas pinceladas de familias aquí y allá. Yo me he acostumbrado a ir sola por el mundo. Me gusta, o quizá es una afirmación que necesito decirme a mí misma. Creérmela, también. Uno puede sentirse solo en cualquier lugar, pero en la zona alta de esta montaña, a medio camino entre un parque forestal y un jardín de ciudad donde algunos rincones son un auténtico bosque, el aislamiento te empuja a evitar pensamientos sombríos; quizá es el contraste del rumor lejano y el silencio presente que acompaña e instiga a una soledad compartida con los otros, también con aquellos otros que ya no están.

De hecho, fuiste tú quien me explicó que los árboles tienen memoria y que pueden incluso almacenar información durante décadas. La explicación tenía el hechizo de un cuento y el regusto de una conquista de juventud y, sin embargo, fue lo suficientemente convincente como para arrancarme una sonrisa y conseguir mi atención. En el fondo, en aquel tiempo, pocas palabras nos podían definir mejor que esta: jóvenes. No me gustaba cómo sonaba entonces, aún no me gusta cómo suena ahora. Me pasa a menudo con las palabras que agrupan a demasiada gente en una sola categoría. Pero éramos jóvenes, sí, y mucho. Adoptaste una pose más seria para aclararme que los árboles se comunican a través de las raíces, y que no lo hacen igual con los árboles que son de su mismo clan —con quienes comparten información sobre la calidad del suelo, del agua y del aire— que con el resto de vegetación, a la que solo alertan de los peligros. Recuerdo que aquello me cautivó. Es muy poderosa, la sensación de saber que no somos los únicos con cosas por hacer y decir sobre este planeta, que los árboles están aquí, entre otras cosas, para iluminar nuestra condición humana.

No querría ser un riesgo, así que me adentro por un camino asilvestrado rodeada de alfombras de gramíneas con cautela, sigilosa, lejos de representar ningún peligro. Reconozco que los árboles son inconfundibles. Soy una de esas personas que ha pasado los veranos de su infancia rodeada de bosque: pinos, encinas, margallón. Yo, que anhelo el mar y la sal pero que he jugado con troncos y tierra, que me he vestido los dedos de las manos con la cúpula de las bellotas, que he coleccionado piñas y guijarros del río. Acaricio la corteza encostrada y me pregunto qué guardará ella de mi gesto, de mí. Me pregunto de qué manera me retendrá en su memoria, qué detalles, qué impresiones. Tiene lugar, entonces, uno de aquellos sentimientos que no se pueden escribir en ningún lado, y está bien que sea así.

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